—Sueñas durante mucho tiempo con estar en un lugar y cuando lo logras, cuando por fin estás allí, lo que al principio te parecía extraordinario se vuelve tan cotidiano que ya no te produce aquellas emociones, las de las primeras veces. ¿Te ha pasado? —preguntó Daniel con la mirada fija en la silueta del Cristo Redentor: lejana pero diáfana y gallarda a pesar del manto de neblina que la cubría. El Corcovado y su Cristo Redentor aún eran visibles desde el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói.
Aquella pregunta no me tomó por sorpresa.
—Por ejemplo, mi sueño era el Cristo Redentor. Los primeros días me parecía increíble verlo por donde sea: «¡Mira allá está el Cristo!» Lo decía con la emoción que siente un niño cuando juega a las escondidas y logra descubrir al amigo. Después, cuando fuimos y subimos hasta el Corcovado, no podía creerlo. ¡Por fin estaba en el Cristo Redentor! Pero ahora que lo veo tan seguido no siento la emoción de antes. El Cristo dejó de hacerme sentir que estoy en Río de Janeiro.
Daniel seguía mirando al Cristo Redentor. Su mirada le demandaba el retorno de la emoción perdida.
—Sí. También me ha pasado. A veces me olvido de que estoy en Río de Janeiro. Sin embargo, pienso (aunque suene a poesía) que esta ciudad tiene voz propia —le dije—. Más bien, muchas voces. Por ejemplo, antes de llegar al embarcadero, me detuve en Praça XV. El piso de la plaza estaba repleto de lienzos que exhibían fragmentos de poemas o canciones. La piel se me enchinaba y la sonrisa se manifestaba en mi rostro al reconocer más de una frase de Caetano Veloso, de Chico Buarque o de Vinicius de Moraes (esos brasileños de los que ya te he hablado). Estaban allí, en el suelo, frases tan cotidianas y comunes para los cariocas pero un hecho extraordinario para mí. Aquellas palabras que descansaban sobre el suelo, se convirtieron en sonido, una voz que gritaba: «Hey, estás en Río de Janeiro. ¡Disfrútalo!» Y efectivamente sentí que gocé más el momento. Estaba ante una situación única. Jamás veré frases de esos hombres sobre el suelo de alguna plaza de mi ciudad. Y así, día con día, hay una voz que me hace recordar lo maravilloso que es estar en Río de Janeiro. Es como si todos los días encontrara una razón para amar a esta ciudad.
Ahora la mirada de Daniel titubeaba. Por momentos sus ojos azules atisbaban al símbolo carioca de Cristo y por otros, sus ojos se posaban sobre los míos.
—No lo había pensado de esa manera pero tienes razón. Después de todo, me he dado cuenta que Río no solo es el Cristo Redentor. Hay cosas que ahora disfruto muchísimo más, como ir al restaurante de Copacabana o al Barlacubaco y llenar el plato de arroz, frijol y carne. Cada bocado me sabe a gloria porque es un sabor único e imposible de igualar en Alemania. También ir a la playa se ha convertido en todo un placer. El día es mucho mejor cuando voy a Copacabana, me recuesto sobre la arena y duermo un poco. Cuando despierto y veo que estoy rojo, pienso que es una maravilla que mi piel responda de esa manera a los rayos del sol (tan escasos en mi ciudad).
El mismo manto de neblina gris y fría que cubría al Corcovado envolvió nuestra conversación y nuestro andar. Con un sentimiento de melancolía y buscando un escenario que compaginara con el ambiente taciturno del momento, llegamos hasta el Camino Neymeyer y nos sentamos a orillas de la Bahía de Guanabara. Ahora, podíamos ver el puente que unía a Niterói con Río de Janeiro y los aviones que despegaban y aterrizaban en el Aeropuerto Santos Dumont.
—Entonces, ¿cuáles son las otras voces de Río?—preguntó Daniel.
Aquella pregunta y el escenario que se desplegaba delante de nosotros, provocaron que diéramos inicio a una lista de cosas que nos hacían recordar qué suelo pisábamos. Aspectos que son parte de la cotidianidad de los cariocas pero, que para nosotros eran excepcionales e imposible de encontrar en México o Alemania. Aquellas voces, como yo las había nombrado, que nos devolvían la magia, abatían la monotonía y nos gritaban a diario: «Hey, estás en Río de Janeiro. ¡Disfrútalo!» Las mismas que ahora extraño y compartiré en los siguientes posts.
Música
Playas, fútbol, favelas, carnaval y fiestas; son palabras que acompañan a Río de Janeiro casi como adjetivos. Sin embargo, en mi caso, sólo podía pensar en Samba, Bossa Nova y Tropicalía. A mí el amor por Río me entró por los oídos y fue ese mismo enamoramiento musical el que sostuvo, como médula espinal, mi estancia durante dos meses en «La Ciudad Maravillosa.»
Nunca tuve una lista inexorable de lugares que visitar. Eso sí, aquellos nombres de lugares que llegué a esbozar en mi agenda o en mi guía de viaje fueron los de bares de Samba y Bossa Nova. A muchos fui y a otros no. Afortunadamente, descubrí que la musicalidad de Río no está sólo en sus centros de baile, en sus escuelas de Samba o en sus Gafieiras. La musicalidad de Río está en las calles, en su día a día.
En mi caso, la música me daba los buenos día desde la vieja grabadora de Seu Moraes, Secretario de la ONG donde era voluntaria. Aquellas mañanas en las que la Música Popular Brasileña se mezclaba con el olor de la mandioca frita y el café que nos preparaba. «Gosta dessa musica, Violeta» gritaba Seu Moraes desde la pequeña cocina de la ONG. «Gosto Sim, Seu Moraes. Obrigada.» Una vez que el trabajo terminaba, había que bajar por las estrechas calles de la Favela de Vidigal y poner atención a las melodías de Samba o Funk que se escapaban por las ventanas abiertas de alguna casa.
La nostalgia me invade al recordarme feliz por reconocer la canción que tocaba el músico en la calle. Sentarme en algún kiosko de Ipanema o Copacabana y que la música le diera más sabor al agua de coco o la Brahma que tomaba. Y por las noches, encontrarme con los amigos en algún bar de Lapa y hacerles saber lo que decía la canción en turno. Tomar el autobús para llegar a casa y que el músico que sube al ómnibus toque una melodía suave, que hable de amor y no de sangre y balas como tantas que escucho en mi día a día culichi.
De Río extraño su musicalidad y su originalidad; su gran variedad de géneros que no han encontrado la ventana para popularizarse en el resto de América Latina. Porque si algo se respira en Río, ese algo es música.







En Río de Janeiro, la música también entra por los ojos. Los nombres de músicos se leen en letreros que bautizan calles (cual si fueran héroes nacionales), se les erigen estatuas en su honor en las plazas más importantes y se les pintan murales. En los salones de baile (Gafieiras) sus rostros adornan los pasillos, sus letras se convierten en poesía que embellecen bardas y suelos. En Río se dignifica la labor del músico, mostrando su obra hasta en los museos.
Porque en Brasil un músico puede llegar a ser Ministro de Cultura. Tal es el caso de Gilberto Gil durante el mandato de Luiz Inácio Lula da Silva.







Hace días veía una entrevista en la que el actor Wagner Moura afirmaba que Brasil es un país que consume su propia cultura. Una razón es el idioma: artistas brasileños se han hecho sentir lejanos a las corrientes culturales latinoamericanas y esto los ha forzado a crear y consumir arte nacional. Wagner Moura tiene razón.

Entrar a una tienda de discos era desafiar a mi conocimiento musical y también a mi cartera. Indiscutiblemente, eso me hacía recordar que estaba en Brasil.
Basta con entrar a una tienda de música para comprobar lo que dice el actor. En los estantes de las tiendas de discos que visité, en esos donde se colocan los CDs más vendidos, predominaban los artistas nacionales. ¿Qué pasa al ver el aparador de los éxitos comerciales, por ejemplo, en Mixup de Forum? seguramente los artistas extranjeros son aquellos que ocupan más lugares.

Aquí las imágenes en movimiento de Brasil.