El poder literario en la instauración de una lengua: el italiano

Hay pocas cosas que me causen tanta conmoción como ser consiente de mi propia ignorancia, de mi etnocentrismo. Sin embargo, esa conmoción va cargada de mucha fascinación; algo parecido al recuerdo que tengo de mi tía Mary saltando y corriendo cuando estuvo por primera vez en la playa.

Uno de esos momentos lo viví en las aulas, mientras estaba de intercambio en Barcelona y otro —del que hoy escribo— no fue uno solo en específico, sino el conjunto de dos momentos.

Hace casi un año vi dos de mis películas favoritas El padrino I y El padrino II. En ese entonces faltaban unas cuantas semanas para pasar el verano en Italia y cualquier indicio de italiano sería de mucha ayuda para practicar. Sin embargo, cuando la película terminó me sentí decepcionada porque no entendí mucho del “italiano” que se hablaba en ellas

Días después, me encontré con un podcast Language versus dialect, or why we’re obsessed with Elena Ferrante publicado por The Wold in Words en donde hablaban del éxito internacional de la escritora Elena Ferrante con su tetralogía Dos amigas. Éxito que suscita asombro mediático no sólo por el desconocimiento de su apariencia, sino también por lograr darle visibilidad a las implicaciones socioculturales de hablar un dialecto: el napolitano.

elenaferrante

Conforme el podcast avanzaba, fui consiente de mi ignorancia y tuve que pausarlo para confirmar mi hipótesis: los diálogos de las películas de El padrino podían no ser italiano, sino un dialecto del territorio italiano. Así fue, aquello era siciliano.

En ese momento me sentí sorprendida y avergonzada conmigo misma. Había dedicado tres años de mi vida al estudio del italiano e incluso ya había estado dos veces en el país y por alguna razón no sabía, hasta ese momento, que existían dialectos en Italia. Sin embargo, aquellas sensaciones fueron suplantadas por una especie de embelesamiento cuando me dediqué a investigar la historia de una lengua que estaba próxima a formar parte de mi cotidianidad en los próximos meses.

Durante cientos de años, y posterior a la caída del imperio romano, lo que hoy conocemos como Italia se dividió en reinos con leyes y lenguas propias, en su mayoría variaciones del latín.  En los siglos XIV y XV la actividad comercial de Toscana era la más importante en la región. Así, su poder económico también se vio reflejado en las artes y el conocimiento científico, no es coincidencia que Toscana sea la cuna del Renacimiento.

En el siglo XIV Dante Alighieri haría algo revolucionario: escribir La divina comedia en su dialecto toscano (el florentino), aquel al que se referían como “latín vulgar”. Alighieri hizo algo radical en su tiempo pues el “latín clásico” era el idioma de las élites. Junto con él, Francesco Petrarca y Boccaccio escribieron en dialecto con la intención de elevar su reputación, hacerlo parecer tan sofisticado como el latín clásico que aún era el predilecto entre artistas e intelectuales.

En 1861 comenzó la unificación de Italia, proceso que cohesionó los reinos del territorio tras la unificación de un sistema político, leyes, moneda e idioma. Y aquí surgió la pregunta: ¿cuál debería ser la lengua franca de Italia? Hubo muchas razones para elegir el dialecto toscano como la lengua oficial de Italia, pero la que tuvo más peso fue la influencia de Alessandro Manzoni quien se le conoce como el “padre del italiano moderno” tras escribir la novela Los novios (I promessi sposi).

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El dialecto florentino se impuso por razones culturales y económicas, incluso cuando en 1861 sólo el 2.5% de la población lo hablaba, de acuerdo con  Olivia Santovetti, profesora de literatura italiana en la Universidad de Leeds. Con el tiempo, y gracias a obras literarias como las de Manzoni, el dialecto florentino se fue convirtiendo en el italiano que hoy conocemos. Para muchos apela a ser el idioma del amor, al ser tan melodioso, pues como escribe Breena Kerr: “El italiano se beneficia de un número muy elevado de palabras que terminan en vocales, y pocas palabras con muchas consonantes seguidas, creando un sonido abierto que lo hace perfecto para cantar”. Claro que el italiano es el idioma de amor, pues fue una lengua moldeada por poetas y escritores.

Para 1900 muchas escuelas en Italia enseñaban italiano como una lengua extranjera, así como hoy se hace con el inglés. Según Michael Moore Francis, intérprete en la misión permanente de Italia ante Naciones Unidas, para 1950 el 80% de la gente seguía utilizando dialectos como primera lengua y no fue hasta la introducción de la televisión, en ese mismo año, que se propició una divulgación significativa y notoria del italiano.

Mi asombro no cesó al conocer lo anterior, sino que se acentuó cuando pensé todo esto en un sentido práctico: comparar el contexto italiano con el de mi país. Me sentí aplastada por mi deducción pues por alguna razón (o más bien, sin razón) sobrentendí que el italiano se hablaba en Italia desde tiempos remotos, cuando no era así. Saber que un escaso 20% de los italianos sabían italiano en 1950, cuando en México los hablantes del español rebasaban por mucho ese porcentaje, (incluso desde los tiempos de la unificación de Italia)  fue verdaderamente sorprendente y de alguna manera me di unas cuantas bofetadas por poco curiosa e ignorar la historia de un idioma al que le había dedicado horas durante más de tres años.

Todo lo anterior puede parecer intrascendental, pero para mí fue un descubrimiento que me hizo interesarme aún más por el italiano, incluso retomarlo y restarle un poco de protagonismo al portugués en mi vida. Sin embargo, esto no sería la única cachetada que Italia le daría a mi etnocentrismo, pues como olvidar mis primeros días en Trieste en los que los meseros me miraban sorprendidos y curiosos cuando pedía un cappuccino por la tarde.

 

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